jueves, 2 de febrero de 2006

Pacha mama

A veces cuando miro un rayo tengo en mi interior dos sentimientos: por un lado el pánico que provoca, pues, quitando un par de mentes inconscientes e imitadores de George Washington con cometas inoportunas, todos sabemos que un rayo nos puede dejar algo así parecido a un pollo frito; peor, mirando por otro lado, un rayo me parece una de las visiones más hermosas de la naturaleza. Me sueles pasar que en las noches de tormenta, en las que esta no está muy lejos, me quedo hipnotizado viendo ese ballet de luces y sonidos que despliega ante nosotros, simples humanos en el cielo. Por un segundo la noche se convierte vida, y uno es capaz de contemplar cómo de maravillosa es la naturaleza, qué fuerza y tiene y cómo puede llegar a conmover.

Y sí, he dicho bien, me conmueve.

Quizás que uno de los seres más fríos y cínicos del planeta os confiese esto, pues provocar más de un shock, no hipobulémico espero, y quizás sea un error mostrar una de mis debilidades, pero sí, este tipo de fuerzas desatadas me conmueves. De la misma manera que puedo tirarme horas y horas mirando al mar, sintiendo como cada uno de mis problemas, inmensos en mi cabeza se tornan pequeños ante el batir de las olas contra las rocas en un líquido paisaje que es tan grande que no me entra en la mirada. Recuerdo con especial cariño los días de tormenta marina, los de galerna, en los que las olas son violentas y no fingen esa hipocresía de falsa calma que parece poseer el mar; en esos momentos son ellas, sin máscaras, las que pelean contra rocas, ancladas allí desde hace tantos siglos que se les olvidó protestar y su única oposición es mantenerse inmóviles, desgastándose poco a poco, pero a marchas forzadas para una roca. Cicatrices saladas llenas de pequeños seres que habitan ahí, protegidos de sus depredadores por olas gigantescas y llenas de espuma.

Ambos, el mar embravecido y una tormenta eléctrica tienen esos dos elementos, esas características que, lejos de diferenciarlas, las unen, porque ambos son bellos espectáculos terroríficos en los que la naturaleza nos demuestra que es más fuerte que cualquier cosa que el ser humano construya, que tarde o temprano reclama su sitio robado. Es esos momentos en los que la naturaleza demuestra que es capaz de destruir cualquier dios inventado por los seres humanos, que es capaz de detener cualquier elemento de discordia de un plumazo. Es en esos momentos en los que me encuentro feliz.

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