martes, 6 de abril de 2010

la luna rielaba




La luna riela, así que comienza a ser hora de retirarse. Así de lacónico se marchaba todos los días el viejo marino y me daba cuenta yo que otro día de vacaciones estaba dando a su fin. Desde ese momento hasta que oía por detrás la voz de mi madre, entre cansada, angustiada y cabreada por perderme de vista como todos los días no pasaba mucho tiempo. Pero sí el suficiente para abstraerme en esa bola de queso gigantesca que empezaba a adueñarse del cielo dejando que el casando sol se marchara a su reposo nocturno. Grande, inmensa, pero inútil. No tenía ni idea de que significaba rielar, ni como más tarde supe cuando se lo pregunté, el marino tampoco- lo había oído en una poesía y le gustó- pero me parecía demasiada cosa para la luna. Por muy grande que fuera sólo se me ocurría una cosa que podía hacer: estar. O a lo sumo ser. La luna está en el cielo, la luna es grande, la luna está brillante, la luna es preciosa. Pero ¿más que eso?

Desde mi mente de niño en vacaciones, olvidando quebrados y quebraderos cotidianos, la luna no era más que un cascote perdido en la inmensidad del cielo, un trozo de piedra que no sabía a dónde ir, o quizás ni podía, y se había quedado pegado a la tierra dando vueltas viendo como nosotros no parábamos de hacer cosas.

- No creas- me dijo una ocasión el marino- la luna hace muchas cosas. Es la única que permanece despierta mientras los demás estamos dormidos, quien vigila que la noche pase bien y que por la mañana encontremos todo como lo hemos dejado.

A mí no me lo parecía la verdad. Torpona y grande, no la veía capaz de evitar ningún desastre, para eso estaban las estrellas, ágiles y tintineantes que nos recordaban su presencia en todo momento. Pero nada minaba la determinación del marino por su amante nocturna, la que lo anunciaba que sus manos debía dejar de lijar esas barquillas endebles, que tuvieron un pasado mejor, y volver a casa a observarla desde su venta.

- Cuando acabe el verano nos uniremos. Desde que dejé la mar se lo prometí, pero siempre me ha dado pereza porque tenía muchas cosas en tierras para irme tan lejos. Pero no me quedan amigos, todos han ido muriendo, ni familia que me espere, así que el último día de verano cogeré mi barquita e iré a su encuentro; ya estoy viejo y remo lento, pero ella me irá esperando, bajando poco a poco hasta que nos juntemos allá al fondo.

No se me olvidará aquel día. Mientras mi madre me tiraba del cuello de la camisa para hacerme avanzar a casa y meterme en el estrés de hacer maletas, eché la última mirada al mar para ver aquella barquita avanzar con la única energía de un anciano cansado pero ilusionado y como en lo alto, aunque bajando poco a poco, su amante voluminosa y torpona le observaba anhelando el reencuentro.

1 comentario:

Yosu dijo...

Sin palabras (salvo que me encanta)