viernes, 17 de febrero de 2006

Focus in black

A veces no prestamos atención a la luz. Sabemos que está ahí, que siempre va a estar. Cuando llegamos a tener suficiente conciencia nos damos cuenta que si se va por la noche, por la mañana aparecerá tan renovada como el día anterior. E incluso por las noches podemos tener esas luces artificiales que nos permiten soñar con la natural. Si, la luz. Vida y sentimientos que siempre están allí ¿Siempre? Hay veces en las que la luz desaparece, en las que nos cegamos, en las que ponemos en nuestras miradas filtros opacos que no nos permiten ver más a allá de ellos. Y estamos lo suficientemente cegados como para darnos cuenta que sería tan sencillo como mover nuestra mano y quitar ese velo de delante de la cara para recuperar la luz. Pero no lo hacemos. Incluso ignoramos que podamos hacerlo. Y entonces la angustia es mayúscula, porque ya no tenemos la certeza de que la luz vaya a aparecer por la mañana siguiente. Es más, ignoramos siquiera que la luz pueda aparecer. Nos vamos muriendo por dentro como flores marchitas que han perdido el astro sobre el que giran sus, antes coloridos, pétalos. Somos sombras de lo que antes fuimos, enigmas de la naturaleza, muertos en vida que tienen en sus ojos la quietud de aquellos que han secado todas sus lágrimas. Personas que sólo conocen espinas sin rosas, aliento desenfocado en un triste y patético amago de respiración. El latido se torna ruidoso como las campanas que anuncian otro muerto más en el pueblo, deseando que callen, pero alegre de poder oírlas.

Y allí, al fondo, cuando la máscara empieza a debilitarse empieza a verse una luz, un lucero que tirita, una miserable onda luminosa. Y entonces están los que la miran, los que la anhelan, los que se asoman para poder verla y vuelven a descubrir la belleza de los colores. Pero también están aquellos, que acostumbrados a la oscuridad cierran sus ojos y se encierran en una ceguera eterna, triste, pero a la vez intensamente cierta.

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